Celebro
a Whitman, al brote cálido de las tumbas, a los cuerpos peinados de hierbas y
transmutados en átomos. Celebro la desnudes de los objetos, la hermosa, la
fértil ontología del sexo; el vegetal y robusto aroma de todas las almas que
respiro, y sobre todo, esta inmensa humanidad mía, que marcha, como un gran
misterio, hacia la muerte.
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Al espectro que se presenta insólito en oráculos,
que fascina al Hamlet quebrantado en mis esquinas. A ti Federico, a nuestro
amado Whitman, a los mariquillas y a sus verbenas… Por tanta faena inútil cien
estocadas de plomo en el pecho, y entre la arena los prados, y entre las
mozuelas tus ecos. No habrá más drama que el cotidiano, lo juro, ni otro poeta
que el tiempo.
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Vuestra reflexión, que se abriga pudorosa en estas mañas
frías, que se toma los tiempos que le son tan propios para luego encontrarme.
Llega en pequeñas vanidades cuando te descuidas, me anoticia de verdades
resolutas, oportunas e ingenuas. ¿Sabes? A veces quiero confiar en ti.
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Mis hijos ausentes lloran su ausencia. Lloran la piñata rota en pedazos de colores sobre una fiesta. Me reclaman al oído las noches de cuco y por cada diente caído alguna recompensa. Hoy los hijos que no tuve son fantasmas en mi almohada, me susurran sus sueños mientras les canto las nanas… ¿Señora Santa Ana, por qué llora el niño? Por una manzana… que se le ha perdido…
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Ahí, sí, ahí donde brilla esa estrella, la pequeña, la que cualquiera confundiría con un planeta exterior, más bien con alguna moribunda nebulosa, pues bien, ahí se encuentra un pequeño príncipe cultivando una flor cretina. Él no sabe que lo aguardo con el estómago repleto de elefantes y mi mayor disposición a ser domesticado. Cuando llegue, le dibujaré un planeta.
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A la incertidumbre la envolverá la parra despojada
de pudor, exhibirá sus secretos, su encantadora ostentación y reptará entre las
ramas hasta que la gravedad la precipite. Soy el fruto cayendo inerte sobre la
alcoba, las sábanas desplegadas a media asta en las auroras y todos, todos los
amantes, volviendo sigilosamente a recoger recuerdos bajo una almohada.
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A mis pequeños pasos de alfiler, les arrancaré destrezas, una
trayectoria incierta y algún que otro destinos cotidiano. Los hundiré profundo
para que duelan, para asirlos y luego abandonarlos. A mis pequeños pasos de
alfiler, les seguirán otros pasos, la muerte eventual del caminante, y una
distancia infinita entre huellas.
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Está ese frío que llueve en
mi alcoba las primeras tardes de otoño, que me empapa la piel, que deshoja
intenciones y que duerme la siesta. También esta ese humor mío condensado en el
cristal de la ventana, cierta escarcha acumulada en las sienes y sobre todo, el
paso de las estaciones que erosiona, de tanto en tanto, otro rincón de la cama.
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Me son válidas las renuncias, regurgitadas, relamidas, masticadas y viscerales. Es este abandono moldeado de barro, de ciénaga atragantada, oscura en los márgenes y deglutida. He dado unas libras de carne palpitante, fantasiosa, pueril y ensangrentada; la he dado a devorar cruda a mis bestias. Me he alimentado de mi mismo hasta vaciarme. Queda la hogaza cotidiana, la ingestión doméstica; aquellas renuncias de las que te hablo... y siempre el hambre.
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Correr hacia el entramado subrepticio y ahondar. Urdir en la caladura profunda de las ventanas, coronar los tejados, conquistar las cornisas y diletar en los asfaltos. Entregar, ceder las vísceras, los sentidos y andar en auto, gemir en auto, chorrear intestinas causas motoras hacia un mismo lecho y no frenar. Mirar los rostros, el trazo, el vértice y desfigurar ubicuas las curvas. Inspirar el hedor, el solitario laberinto, el silencio fétido y los alcantarillados. Brotar en un río de estiércol, ungir de mierda las veredas y descreer de los zapatos. Marchar al cruce aglomerado y repentino de las esquinas y aguardar… amarillo… verde… la noche.